Hace poco he releído una gran frase “…esta vida mía, que no es, ni más ni menos que todas las vidas que merecen llamarse tales, sino una sucesión constante de esfuerzos dramáticos para afirmar una personalidad penosamente forjada en lucha con el medio”. Lo cierto es que aunque pueda parecer la frase de un filósofo o la de un existencialista consciente la leí en la boca de un torero en “Juan Belmonte. Matador de toros” (altamente recomendable). La realidad, es que la frase es de Manuel Chaves Nogales pero en el juego ficción-realidad de este libro sale de la boca de un Belmonte, revolucionario del toreo, lírico que acerca a éstos (los toreros) más a la figura del esteta que a la del personaje de farándula que podemos tener hoy.
No leí el libro por conocimiento de la figura, ni siquiera por amor al toreo sino casi por amistad ya que un buen amigo dedica a Chaves Nogales las mejores horas de su día. Sin embargo, el libro me permitió profundizar en un tema que siempre me ha fascinado. La lucha del hombre con el toro mano a mano, la posibilidad de la muerte, el toreo a cuerpo en las dehesas sevillanas, el olor de la gloria, la sequedad del fracaso… Es cierto, me gustan los toros sin llegar a ser un apasionado y confesando que podría pasar sin ellos sin ningún problema. Con suerte acudo una vez al año a una plaza de toros y jamás he dejado nada de lo que tenía entre manos por ver una corrida en la televisión. Es un mundo en el que me muevo torpemente, para el que no tengo ninguna clave interpretativa para saber si una faena ha estado bien ejecutada o mal, salvo el instinto que te hace dejar las manos rojas de aplaudir o los movimientos espontáneos que uno hace en su asiento de la plaza imitando el movimiento que el torero debería hacer para evitar la cornada.
Entiendo al que no guste, que conste. A mi no me gustan los botes de mierda que colocan en los escaparates del Village de Nueva York mientras dos “gafapastas” se quedan atónitos mirando hasta que el metano hace que los botes revienten y los llenen de heces hasta la coronilla. Y a eso lo llaman arte, genial, lo respeto…eso sí, de lejos no vaya a ser que salpique.
Otro cantar es el de la prohibición institucional. Que se debata estos días en Cataluña la posibilidad de prohibir el toreo es denigrante y vergonzoso para quienes aman la libertad. Por supuesto, el Estado está para salvaguardar el orden y la justicia pero no para dictar ni juicios morales, ni religiosos, ni mucho menos estéticos. Legislar sobre manifestaciones estéticas, siempre que no atenten al orden social, es un resto stalinista que no se puede admitir. Los que se declaran defensores de la libertad, los que dicen que lucharon en este país por ella son los mismos que ahora nos la quieren quitar y afectando no sólo a la libertad política sino a manifestaciones mucho más hondas de nuestra existencia como son las de religiosidad o las de los gustos estéticos.
Lo peor de todos es que los términos del debate están falseados. Si el tema del toreo pasa por el Parlament de Cataluña estos días es simple y llanamente, porque el toreo se asocia a lo español y, no en vano, se denomina la fiesta nacional. No creo que haya que sobredimensionar la relación entre lo español y el toreo ni para bien ni para mal. Pero también resulta deshonroso para la clase política catalana el apelar a criterios humanitarios (aunque más bien habría que denominarlos “animalitarios” por lógica taxonómica) para ocultar una ideología y un plan político muy determinado.
El toreo es atacado por ser “lo español” frente a la Sardana, por ejemplo, que es “lo catalán”. Sin embargo, no se puede aceptar ni que se falsee un debate, ni que se atente contra la libertad ciudadana. Habrá que rogar para que no se obligue a todos los catalanes a bailar la Sardana…y para que no llenen la preciosa ciudad de Barcelona de botes de mierda al grito de “es catalaaaaaaán” del primer iluminado de turno.
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